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Discurso Inauguración Año Académico 2025 de la Universidad de La Frontera

1. Introducción

Es un honor y una gran alegría participar en la Inauguración del Año Académico de la Universidad de La Frontera, ocasión en que se renuevan los compromisos y se proyectan las nuevas tareas. Muchas gracias rector Juan Manuel Fierro por la invitación; especialmente agradezco la oportunidad de dialogar con su ۶Ƶ en tiempos tan desafiantes para las Universidades Públicas, no solo en Chile, sino también a nivel global.

Desde hace ya varias décadas, la educación superior pública se ha visto presionada por la creciente influencia del mercado, que la ha orientado hacia un modelo basado en la competencia y el autofinanciamiento. Este contexto dificulta el cumplimiento de sus misiones, en cuanto instituciones plurales enfocadas hacia el bien común.

Como se establece en la Ley de las Universidades Estatales, nuestras universidades están llamadas a “contribuir al fortalecimiento de la democracia, al desarrollo sustentable e integral del país y al progreso de la sociedad en las diversas áreas del conocimiento y dominios de la cultura”. Hoy somos corresponsables en el desarrollo de la educación pública, e interdependientes en la generación, aplicación y difusión del conocimiento.

El rol público ha sido el eje movilizador que ha cohesionado a nuestras ۶Ƶes y ha inspirado el compromiso que asume cada uno de sus integrantes haciendo suyos los desafíos, problemas y necesidades de la sociedad. Como instituciones abiertas y permeables, no somos ni buscamos ser inmunes a los problemas que aquejan a la sociedad, sino por el contrario: reconocerlos, enfrentarlos y, desde nuestra identidad académica, incidir en el mundo que habitamos.

En un tiempo marcado por la incertidumbre, la inestabilidad y los cambios acelerados, es necesario reflexionar sobre la tarea que nos corresponde desde la universidad, porque el futuro de nuestras instituciones –y su efecto sobre la sociedad– estará determinado por nuestra capacidad de saber leer los tiempos y de actuar en consecuencia. No hay institución que no se esté preguntando hoy cómo enfrentar este desafío, no para autopreservarse, sino para cumplir con la misión de generar conocimiento y educar para una sociedad que será cualitativamente distinta y que se acerca a gran velocidad, lo que genera altos niveles de ansiedad y sensación de fragilidad.

Se podría argumentar que para las universidades, el futuro y la incertidumbre no son algo nuevo, que se han visto sometidas a este desafío por siglos y han sido capaces de evolucionar y de transformarse sin perder su esencia. Pero los cambios hoy ocurren de manera mucho más acelerada y son más radicales, por lo que cobra mayor importancia preservar –precisamente– lo que les ha permitido a las universidades conservar lo más valioso de su identidad, que es su capacidad de transformación, fundada en la generación de conocimiento, especialmente cuando la propia ciencia y la libertad académica se encuentran bajo amenaza.

El desafío es cómo trabajamos para que nuestras instituciones, y un sistema integrado de educación superior tenga o mantenga ese potencial de alterarse a sí mismo. Esto vale tanto para el ejercicio de las funciones universitarias, como para la forma en que gestionamos nuestras instituciones y la articulación de éstas en un sistema nacional y global, en el entendido que no basta con adaptarnos a condiciones externas, porque nuestro rol exige ser agentes de transformación y también formar personas capaces de actuar en un mundo incierto, en constante cambio.

En la preparación de estas palabras, he tenido la oportunidad de conocer en mayor profundidad la historia temprana de la Universidad de La Frontera, y me he sumergido en ese viaje de sueños y de trabajo perseverante que logró dar a la región un centro universitario público de gran calidad. Para ello, he indagado en fuentes de la ۶Ƶ y también he tenido el privilegio de leer la magnífica obra del destacado historiador y Premio Nacional de Historia 2012, profesor Jorge Pinto.

Examinar este recorrido permite entablar un diálogo con la historia de la educación superior chilena, desde su origen ligado a las dos universidades estatales fundacionales –la Universidad Técnica del Estado y la ۶Ƶ– hasta el presente, en que la Universidad de La Frontera se reconoce como un actor clave, no solo para el desarrollo regional, sino también en la tarea fundamental de contribuir a la soberanía nacional desde el conocimiento.

Tras recorrer las ideas y los acontecimientos que impulsaron los primeros desarrollos, me resultó imposible no dedicar una parte significativa de esta presentación a esa historia inicial, con la convicción de que, al examinar esas raíces, que nos son comunes, encontraría nuevas luces y energía para enfrentar los desafíos del presente y el futuro.

Por ello, consciente de los retos que enfrentamos hoy como universidades públicas, en estos tiempos convulsos llenos de incertidumbre, en que principios que creíamos consolidados, como la libertad académica, la equidad y la inclusión, la diversidad y la multiculturalidad, se ven amenazados a nivel internacional, y cuando la ciencia y el pensamiento racional han comenzado a perder la adhesión de la ciudadanía de la mano del populismo, quiero detenerme en aquella historia que nos da sustento y a la cual debemos nuestra fuerza y dignidad.

2. Las raíces comunes: los Colegios Universitarios, la expansión e innovación de la educación superior

En 1960, 12 años después de que la Universidad Técnica se hiciera cargo de la Escuela Industrial fundada en 1916, la ۶Ƶ se establecía en Temuco, a través del Colegio Universitario Regional.

Se articulaban así dos aspiraciones: la de la región de contar con un centro universitario que ampliara el rango de formación que se ofrecía en Temuco, y la de la ۶Ƶ, de expandir su labor a otras zonas del país y, como parte de ese proceso, innovar en la organización de los estudios universitarios.

El profesor Pinto nos cuenta que la primera acción concreta respecto a la creación del Colegio Universitario Regional de la ۶Ƶ en Temuco se produjo el 14 de septiembre de 1959, en un foro convocado por algunas personalidades locales, encabezadas por el Dr. Juan Sepúlveda. En los próximos meses, siguieron una visita del rector Juan Gómez Millas, junto a la Profesora Irma Salas y el profesor Egidio Orellana a Temuco, y muchos viajes desde la región a la ۶Ƶ y al Ministerio de Hacienda en Santiago; así como una audiencia con el Presidente de la República, además de múltiples reuniones con las autoridades locales.

Como resultado, el 20 de abril de 1960, solo 7 meses más tarde, con 140 alumnos y 9 profesores venidos desde Santiago y hospedados en el Hotel Central, empezaba a funcionar la Escuela de Pedagogía en dependencias del Liceo de Hombres de Temuco. A partir de ello, se instalaría el Colegio Universitario de la ۶Ƶ. Esta rapidez de respuesta contrasta con los lentos y engorrosos procesos que debemos enfrentar hoy para realizar cualquier cambio, lo que produce cierta nostalgia y, a la vez, admiración por quienes lo impulsaron.

En la ocasión, el primer director del Colegio Universitario, el insigne profesor don Francisco Salazar, declaró en el Diario Austral que se trataba de “una realidad anhelada por la zona que corresponde a una nueva modalidad universitaria para servir mejor a la cultura del país”.

Además de ser –entonces– una respuesta a las necesidades de expansión de la educación superior, justamente reclamada por las provincias, a las que no bastaban los cursos de temporada, los Colegios representaban el anhelo de organizar los estudios superiores de manera distinta, para dar cabida a una educación más flexible, algo que 65 años más tarde seguimos considerando pendiente.

La iniciativa se basó en un “anteproyecto de reestructuración de los estudios superiores” presentado en 1957 en la ۶Ƶ por Irma Salas y Egidio Orellana, que contemplaba cambios profundos para la organización de los estudios universitarios.

Decía el proyecto de Salas y Orellana que “entre las desventajas de la actual organización de la Universidad” se encontraban las siguientes:

  • “Incorpora prematura e irrevocablemente a los jóvenes en una escuela profesional, sin proporcionarles un periodo para explorar intereses y aptitudes”.
  • “Da a nuestra Universidad una organización inflexible que priva a ésta de la plasticidad que exigen las cambiantes y complejas necesidades de la vida social y económica del país. Se manifiesta este hecho en la circunstancia de que ciertas profesiones nuevas no encuentren cabida en la actual estructura”.
  • “Disuade a la juventud de explorar campos profesionales nuevos y les impide ensayar nuevas combinaciones profesionales para atender actividades situadas en campos limítrofes”.
  • “Impide a los estudiantes universitarios que han errado su vocación el poder rectificar sus rumbos, a menos que cuenten con recursos económicos extraordinarios y estén dispuestos ellos y sus familias a prolongar desmedidamente el periodo de estudios”.

¡Y estamos hablando de 1957! Al menos en nuestra Universidad, la ۶Ƶ, esos siguen siendo desafíos pendientes, y no solo pendientes, sino urgentes de enfrentar.

La nueva organización propuesta contemplaba dos años de estudios generales que culminaban con el grado de Bachiller, para luego pasar a cursos de especialización. Esta visión estaba fuertemente influenciada por el modelo estadounidense del College. De hecho, Irma Salas había obtenido el grado de doctor en la Universidad de Columbia.

Juan Gómez Millas, en un artículo escrito en 1959, titulado “Cómo Mejorar y Expandir la Educación Superior”, refuerza que los Colegios Universitarios se fundan “en el principio de que la adquisición de especializaciones profesionales o académicas superiores requiere una sólida preparación científica general de carácter eminentemente universitario, que debe impartirse a los alumnos de las Universidades en sus primeros años de estudio y sobre el cual se asiente todo el sistema posterior”. Eugenio González, quien sucedería a Gómez Millas en la rectoría, y que era a la sazón decano de la Facultad de Filosofía y Humanidades, escribió en el documento fundacional de los Colegios Universitarios que “la ۶Ƶ se propone iniciar una modificación de su estructura orgánica y de su régimen de estudios, en términos que permita atender con oportuno dinamismo y eficaz flexibilidad las progresivas necesidades sociales y culturales del país”. Además, señala que “debe imprimirse a la educación universitaria un auténtico sentido de renovado humanismo”.

Es evidente que los Colegios Universitarios eran una forma de instalar la innovación de la educación universitaria, descentralizando su funcionamiento para avanzar en lo que era más difícil hacer en la casa matriz en Santiago. Mi impresión es que se trataba de algo como una revolución en los bordes.

En su discurso de asunción como rector en 1964, Eugenio González aboga por el sentido social de expandir la educación superior, el otro gran propósito de esta gesta:

Dice: “Democratizar la educación superior significa extenderla, diversificarla y descentralizarla; abrir nuevos cursos y escuelas en la capital y en las provincias; ofrecer, además de las tradicionales, otras profesiones que demanden la industria, la agricultura, la administración; instalar más laboratorios y bibliotecas; llevar a todas partes, con regularidad provechosa, programas de extensión cultural y de acción social”. En los Colegios también se innovó con una nueva forma de admisión, para la que no era necesario rendir el Bachillerato, con fuerte apoyo de orientación en las escuelas, y se renovaron las metodologías de enseñanza y las formas de evaluación.

Quise referirme a los Colegios, porque no sólo representan las raíces comunes de nuestras dos universidades, sino porque hubo en ellos una voluntad y oportunidad de innovación para todo el sistema universitario chileno, la que –debido a distintas circunstancias– dejamos ir. Y cómo nos cuesta hoy, a todas las instituciones, renovar nuestras estructuras curriculares y organizacionales para enfrentar los mismos desafíos que ya planteaba en esa época Irma Salas: más flexibilidad, plasticidad, oportunidades diversas, espacio para equivocarse y rectificar, y mayor amplitud de acceso. Me asombra y emociona la voluntad de cambio de estos pioneros y pioneras, los riesgos que estaban dispuestos a correr, la mística y la convicción de las necesidades de abrir caminos distintos. Esa fuerza es también nuestra, debemos aquilatarla y reconocerla para la difícil tarea que enfrentamos.

Hoy, es incluso difícil que un nuevo desarrollo universitario pueda traducirse en algo verdaderamente innovador, porque tanto las bases para la asignación del financiamiento desde la demanda, como los criterios y estándares de acreditación, y el sistema nacional de admisión, son los mismos para las universidades nacientes que para las antiguas, entonces las regulaciones condicionan a reproducir los mismos modelos que ya teníamos. Entendiendo que el objetivo es asegurar la calidad, la tendencia a la uniformidad es un problema serio de nuestro sistema de Educación Superior, lo que deberíamos revisar.

3. La Universidad vigilada

Cuando la Escuela y el Colegio tenían ya personalidad propia y se habían convertido en sedes de sus respectivas universidades, como resultado de la Reforma del ‘68, se produjo el quiebre de la democracia con el Golpe de Estado de 1973, y las universidades perdieron la libertad académica y la autonomía, el peor mal que puede sufrir una universidad.

En ese difícil contexto, 8 años después, en 1981, se crea la Universidad de La Frontera, a la vez que se desmiembra la ۶Ƶ, apartando el Instituto Pedagógico y sus sedes regionales.

Dice el profesor Pinto que la creación de la UFRO “fue percibida como una imposición del gobierno central que aumentó los temores” y que, si bien “administrativamente fue simple porque bastó un decreto, fundir las culturas de cada sede fue muy difícil”.

Ambas instituciones, la ۶Ƶ y la Universidad de La Frontera, tuvimos que adaptarnos a lo establecido por la nueva Ley General de Universidades, que instaló la competencia como supuesto motor del sistema. Escribe Jaime Guzmán en un artículo de la Revista Ercilla del 14 de enero de 1981: “No es cierto que el Estado podría ejercer controles que garanticen la excelencia académica, porque ésta resulta incompatible con un dirigismo estatista y requiere en cambio una indispensable libertad académica creadora. De ahí que, en vez de idear burocracias fiscalizadoras, la nueva institucionalidad universitaria busca el control y desafío hacia mejores niveles académicos, exigiendo la competencia entre las universidades”, y agrega, “las universidades pasan a tener que disputarse una parte importante del aporte estatal sobre la base de conquistarse el mayor porcentaje de matrícula posible…”. La competencia se instalaba, así, de manera muy descarnada, y ello todavía nos pesa.

Si bien las universidades resistimos, y desde nuestras ۶Ƶes –las que actuaron con valentía– se abrieron caminos a la democracia, el poder destructivo de este modelo mercantilizado y fundado en la competencia no fue debidamente reconocido por la política al recuperarse la democracia y, por el contrario, se celebró el aporte que hacía a la expansión de las oportunidades de acceso.

4. Las tensiones del siglo XXI y la responsabilidad de educar para la democracia

Pero a pesar de las dificultades de esos años, crecimos y nos desarrollamos, ustedes y nosotros, sorteando los complejos tiempos que nos han tocado vivir. Cada universidad profundizó en su identidad y ocupó un lugar claro orientado al desarrollo del país.

Hoy nos encontramos nuevamente frente a un tiempo crítico, no solo las universidades chilenas, sino todas en el mundo, enfrentadas a la responsabilidad de educar para un tiempo donde la desinformación se cuela por todos los rincones, despreciándose la búsqueda de la verdad, y cuando lo único que parece seguro es que las cosas van a cambiar y cada vez más aceleradamente.

Es un momento desafiante para la humanidad, con fracturas que tensionan y afectan nuestra convivencia pacífica. La democracia se erosiona, aumentan los gobiernos autoritarios y populistas que exacerban el individualismo, además de la certeza del cambio climático para cuya mitigación y adaptación se requiere justamente de todo aquello que se está debilitando: el sentido de ۶Ƶ, la colaboración internacional y la valoración de libertad académica. Qué decir de los ataques a la ciencia y a las universidades en el país con más densidad de conocimiento y capacidad de generarlo en el mundo. Avanzar en esa dirección no solo comprometerá el desarrollo, sino también la paz.

Es asimismo preocupante que la desvalorización de la democracia tiene su mayor expresión en las generaciones más jóvenes, y esto representa una responsabilidad para las universidades, dotando de sentido la educación que entregamos.

En las últimas décadas, las universidades chilenas hemos ampliado el acceso a jóvenes pertenecientes a grupos subrepresentados, con distintas formas de implementación de acuerdo a cada contexto. El hecho que la Ley General de Educación Superior (21.091) haya establecido en su primer artículo que la educación superior “es un derecho cuya provisión debe estar al alcance de todas las personas, de acuerdo a sus capacidades y méritos, sin discriminaciones arbitrarias, para que puedan desarrollar sus talentos; asimismo, debe servir al interés general de la sociedad”, es un avance notable.

El derecho a la educación está estrechamente vinculado a la democracia, porque aspira a entregar a todos “igualdad de voz” y porque ese derecho solo se ejercerá con legitimidad si ofrece iguales oportunidades de desarrollo y la preparación suficiente para hacer una contribución al bien común. Pero el derecho a la educación trae consigo también un deber, este es el deber de contribuir a que otros y otras puedan también acceder a ese derecho. Esta visión dista profundamente de aquella que llevó a eliminar la gratuidad de la educación superior pública en dictadura, porque se consideraba que la educación superior gratuita era un beneficio que se recibía a expensas del sacrificio de otros sectores sociales, bajo una concepción individualista de la educación y de la sociedad. Felizmente, hemos afianzado parte de ese derecho con la educación gratuita, la que con todas las dificultades que puede significar para nuestras instituciones, dignifica nuestro trabajo.

Pero esa forma de devolver y de aportar a la democracia a partir de las propias capacidades debe educarse, y ya sabemos que para desarrollar actitudes democráticas es necesario practicarlas. Por ello, para genuinamente educar para la democracia, debemos asegurar que lo hacemos en un ambiente y una ۶Ƶ donde prima el diálogo, la divergencia fraterna, el cuidado recíproco y la valoración de la diversidad en todas sus expresiones, donde la construcción de vínculos se vuelve esencial para cumplir con nuestra misión educativa.

Existen hoy en día diferentes aproximaciones para abordar la formación en democracia, pero lo que es ineludible es que el compromiso de promover una vida universitaria pluralista con enfoque inclusivo y de Derechos Humanos, que prepare para vivir plenamente la democracia, nos entrega a cada uno de los profesores y las profesoras responsabilidad en la formación integral de las y los estudiantes. Esta tarea no es delegable y nos exige avanzar hacia una pedagogía inclusiva, fundada en el cuidado, que evite toda forma de exclusión.

Cualquiera sea la forma, es importante reconocer que existe un estudiantado diverso, conformado por personas que viven y piensan distinto y que, en vez de ignorarse, pueden escoger escucharse y relacionarse a través de prácticas deliberativas. Los académicos y académicas tenemos un rol principal en ofrecer espacios de encuentro e intercambio, y de fortalecer el conocimiento y las habilidades que permitan participar con incidencia en esa deliberación. En un contexto social con dificultades para aceptar las diferencias, la amistad cívica surge como un requerimiento indispensable, pues a través de ella es posible encauzar los conflictos, ejercitando el diálogo y el debate informado. Con ello, se fortalece también la democracia.

Ustedes han jugado un rol preponderante en este ámbito, dando un lugar importante a la multiculturalidad y la interculturalidad, y son inspiración para otras universidades. En conjunto nos esforzamos también en disminuir las brechas de género y asegurar una convivencia libre de violencias y discriminación en nuestras instituciones.

Por ello, nos preocupa la emergencia no solo de discursos, sino de acciones regresivas y violentas, principalmente a nivel internacional, que están significando retrocesos en derechos. Llamamos a defender los enfoques inclusivos, considerando que la solidaridad y los principios de igualdad serán especialmente importantes para vivir plena y armónicamente en los tiempos de creciente inestabilidad e incerteza que se visualizan a futuro.

Un concepto que ha calado hondo en mi conciencia es aquel que desarrolla Margaret Levi, profesora emérita de la Universidad de Stanford, y que ella describe como “Comunidades de Destino”. Todos pertenecemos –dice Levi– a alguna “Comunidad de Destino”, lo que significa que nos hemos alineado con las y los otros integrantes de esa determinada ۶Ƶ, bajo la idea de que entre todos nos cuidamos porque somos parte de una misma historia. De esta forma, podemos reconocer como “Comunidades de Destino” a la familia, la escuela, la empresa, el grupo religioso, la organización deportiva, etc.

Pero junto con eso, Margaret Levi dice que nuestro desafío debe ser ir creando ۶Ƶes de destino cada vez más ampliadas y más inclusivas, que atraviesen una variedad de divisiones, de barreras y de fracturas, para contrarrestar la tendencia de crear nichos cada vez más excluyentes y más pequeños. La llave maestra para ampliar las ۶Ƶes de destino sería encontrar cuestiones que valoremos por igual, lo que no significa que todos pensemos de la misma manera, solo que debemos encontrar ese algo que puede unirnos, de manera que reconozcamos un destino común y podamos ir progresivamente sumando a más y más personas. Y eso es lo que debemos hacer cuando educamos, cuando pensamos en nuestros planes de estudio, cuando investigamos: cómo incluir a más personas en estos procesos, cómo incorporar nuevos conocimientos y enriquecer nuestro trabajo.

Para finalizar, quiero regresar a ese tiempo de hace 60 años para volver a escuchar unas palabras del rector Eugenio González, que nos recuerdan que los tiempos nunca fueron fáciles, pero también que hemos tenido la fuerza para salir a adelante, porque nuestras responsabilidades son mucho más grandes que cada uno de nosotros, pero juntos y juntas sí podemos enfrentarlo. Decía el rector González el año 1964:

¿Qué función indeclinable tenemos los universitarios, como tales, en un mundo que se transforma con tan impresionante aceleración? ¿Cuál es nuestro particular deber en esta hora de emergencias imprevisibles en su materialización concreta, pero de inequívoco sentido en su proyección histórica? Sobre la Universidad (de Chile) ha gravitado desde su fundación un imperativo ético y social: el de estar siempre entre las fuerzas renovadoras de las ideas y las instituciones.

Más que nunca, debemos ser fieles a esta tradición, cumpliendo, cada uno en su esfera propia de estudio o de servicio, y todos en convergencia de esfuerzos constructivos, las tareas que nos corresponden en el desarrollo de la cultura y la transformación de la sociedad.

Para la Universidad, el máximo imperativo consiste en la preservación de los valores que dan sentido de superior dignidad a la vida humana, individual y colectiva, en cada circunstancia histórica. Por encima de sus específicas tareas –preparación de profesionales, estímulo de la creación intelectual y artística, fomento de la investigación científica y tecnológica, difusión de los bienes culturales– tiene la Universidad, por el hecho de serlo, que preocuparse fundamentalmente de la formación del hombre en la plenitud de su condición moral”.

Mucha fuerza a ustedes y muchas gracias.

Rosa Devés Alessandri
Rectora de la ۶Ƶ

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